jueves, 5 de mayo de 2011

Cuento de hadas.

Un día ella se durmió. Él se fue con sus amigos a emborrachar, a pescar, al beisbol; tuvo otras mujeres, comió, habló con la boca llena, maldijo, subió los pies a la silla, dejó la ropa tirada por toda la casa, hasta que, pasados cien años, le dio un beso y ella despertó. Ambos habían tenido una vida de cuento.

El suicida.

Había pasado varias horas sentado frente a la hoja en blanco, con la pluma en la mano, intentando decidir a quién dedicaría la carta. Fueron horas de pensar y preguntarse, a quién, por qué, cómo, hasta agotar las respuestas. Ahora no podía contestar por qué debía escribir esa carta, para qué tenía una pistola en la mesa.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Si me dijeran que soy poeta.

“Para muchas personas el poeta tiene derecho a emborracharse, a decir majaderías, a ser rebelde porque sí, a transgredir las leyes: el poeta es superior al orden. Y yo siempre he querido emborracharme como cualquier hombre, con el mismo sentimiento de liberación de culpa.” Jaime Sabines


Qué horrible debe ser que te llamen poeta, la gente esperará que poetices en cualquier momento, que mires la copa de licor, la levantes y seas bohemio. Lo mismo solemos hacer con el que llamamos psicólogo, pensamos que nos estará psicoanalizando mientras dure la plática. Para ti, poeta, es difícil, doloroso. No haces poesía, te la arrancas de las entrañas, la pones en el papel o en tu computadora, llena de pus y sangre. Imagínate a todos quienes te llaman poeta y esperan que para la sobremesa improvises unos versos para amenizar la velada, sería como decirle a futbolista que metiera unos goles así nomás, sólo porque se lo pedimos y vaya que el ejemplo quizá fue un facilismo. Tú esperas ir al beisbol y tomarte una cerveza, platicar y mentarle la madre al “ampayer” cuando no sanciona adecuadamente los lanzamientos, pero nuestra cultura nos ha enseñado que los poetas son una especie rara de seres que suelen ser incomprendidos y en el mejor de los casos los tratan como si fueran criaturas indefensas, “pobrecito, es poeta”, dirán cuando te vean caminar tambaleándote por la calle completamente borracho o drogado, digo drogado porque seguramente el poeta debe fumar, inhalar, inyectarse o tomar alguna sustancia; no cualquier persona escribe las cosas que tú. En otros casos eres un sociópata, hippie, sucio, seguramente un depravado que se refugia en la poesía para saciar sus más bajos instintos, un loco, en resumen. Todos llamándote poeta y diciendo que lo tuyo es poesía, mientras tú tratas de explicarles que eres un tipo normal, o al menos, como decía el maestro Sabines, te gustaría ser como cualquier hombre. Todos llamándote poeta y tú tratando de explicarles que quieres otra cerveza, que lo que te quema por dentro es sólo calor y no lo que ellos han dado por llamar poesía. Todos llamándote poeta y tú escupiendo sangre sólo para que vean que eres como ellos, que la única diferencia es que no te conformas y te atreves a decir lo que piensas y sientes. Seguramente si me dijeran que soy poeta, pasaría el resto de mi vida tratando de demostrar que están equivocados, que la vida me duele y me ríe al igual que los demás, que sé llorar y sonreír, que sé soñar, que me enamoro y desenamoro de la misma manera que todos, que también duermo, que tengo mal aliento por las mañanas aunque me lave los dientes todas las noches, antes de dormir. Si me dijeran que soy poeta me ocuparía más en ser hombre, porque solamente cuando uno es hombre, puede hablar de la vida y la vida es poesía.

Sirena.

          Para Ella, que guarda pedazos de luna bajo la almohada. (Aunque Ella, no termine de llegar)

Despierta cuando la tarde ha dejado de sangrar y el sol termina de evaporar sus ganas detrás del mar. Acostada, recorre su cuerpo con la memoria, su cuello, sus hombros, su ombligo, se quita la arena con el pensamiento. Sobre sus pechos desnudos corre la brisa acumulando dunas de arena. Se levanta sacudiéndose los cangrejos que se refugian en su sexo, su desnudez es sólo una silueta recortada a la luz de la luna llena. La brisa le golpea suavemente el rostro, le enreda los cabellos. Camina lento hacia el mar, la arena le trepa por las rodillas, las olas se rinden ante ella y tienden una alfombra espumosa. Abre los brazos a la luna, su luz le acaricia los pechos y estremece sus caderas. Su piel se eriza al hundirse poco a poco. Levanta las manos, toca la luna, la abraza. Pequeños calamares de un intenso azul brillante se enredan entre sus pies, la envuelven, le van mordiendo cada poro. Se aferra a la luna mientras camina y se hunde, paso a paso. Peces multicolores la rodean y le abren paso entre los sargazos que bailan un vals rojo cadencioso. El mar, de un hambriento color verde oscuro, ha dejado de agitarse y comienza el ritual de la marea alta. Ella continúa avanzando hacia la oscuridad total, ese negro absoluto que seduce con promesas de liberación. Ahora son los delfines quienes hacen reverencias y la acompañan. Sus pies han dejado de tocar el fondo arenoso que hería con su artillería de conchitas y caracoles quebrados. Ahora es la luna llena quien la abraza, le ofrece su guía reflejando el camino hacia ella sobre el oleaje. Su piel comienza a florecer en pequeñas escamas que, como un espejo roto, refleja miles de veces el rostro frío y platinado de la luna que la espera escoltada de estrellas. Se hunde lentamente, ha dejado de necesitar la brisa en el rostro, la marea como testigo. Con ligereza nada hacia el fondo del mar. El negro profundo la envuelve, encuentra la luz de la luna al final de la senda, asciende a ella. Se deja arropar, la luna brilla con mayor fuerza esta noche. En las noches de luna llena nacen las sirenas.